Psicología

Muchos tenemos esa mismísima amiga que, metiéndose en su tema “dolido”, no puede parar. “No, bueno, ¿te imaginas…”, comienza la historia, familiar para un tic nervioso. Y ni siquiera imaginamos cómo es posible representar lo mismo por centésima decimoctava vez. Es solo que activa el mecanismo inherente en cada uno de nosotros para obsesionarnos con expectativas injustificadas. En el caso patológico más severo, esta obsesión puede convertirse en una obsesión.

Somos a la vez víctimas y rehenes de nuestras propias expectativas: de las personas, de las situaciones. Estamos más acostumbrados y más tranquilos cuando nuestra imagen del mundo “funciona”, y hacemos todo lo posible para interpretar los acontecimientos de una manera que nos sea comprensible. Creemos que el mundo funciona según nuestras leyes internas, lo «prevemos», lo tenemos claro, al menos mientras nuestras expectativas se hagan realidad.

Si estamos acostumbrados a ver la realidad en colores negros, no nos extraña que alguien intente engañarnos, robarnos. Pero creer en un acto de buena voluntad no funciona. Los lentes de color rosa solo pintan el mundo con colores más alegres, pero la esencia no cambia: permanecemos cautivos de ilusiones.

La decepción es el camino de los encantados. Pero todos estamos encantados, sin excepción. Este mundo es loco, polifacético, incomprensible. A veces se violan las leyes básicas de la física, la anatomía y la biología. La chica más bonita de la clase de repente es inteligente. Los perdedores y los holgazanes son startups exitosas. Y el excelente estudiante prometedor, que se predijo que lograría logros en el campo de la ciencia, se dedica principalmente a su trama personal: ya lo está haciendo bien.

Tal vez sea esta incertidumbre lo que hace que el mundo sea tan fascinante y aterrador. Niños, amantes, padres, amigos cercanos. Cuántas personas no están a la altura de nuestras expectativas. Nuestro. Expectativas. Y este es todo el punto de la pregunta.

Las expectativas son solo nuestras y de nadie más. Una persona vive como vive, y apelar al sentimiento de culpa, al honor y al deber es lo último. En serio — no «como persona decente deberías…» Nadie nos debe nada. Es triste, es triste, es vergonzoso. Te quita el suelo bajo los pies, pero es verdad: aquí nadie le debe nada a nadie.

Es cierto que esta no es la posición más popular. Y, sin embargo, en un mundo donde el gobierno aboga por sentimientos hipotéticamente heridos, aquí y allá se escuchan voces de que somos responsables de nuestros propios sentimientos.

El dueño de las expectativas es responsable de que no se cumplan. Las expectativas de los demás no nos pertenecen. Simplemente no tenemos la oportunidad de igualarlos. Y así es lo mismo para los demás.

¿Qué elegiremos: culparemos a los demás o dudaremos de nuestra propia idoneidad?

No lo olvidemos: de vez en cuando, tú y yo no justificamos las expectativas de los demás. Ante las acusaciones de egoísmo e irresponsabilidad, es inútil poner excusas, discutir y tratar de demostrar nada. Todo lo que podemos hacer es decir: “Lamento que estés tan molesto. Siento no haber estado a la altura de tus expectativas. Pero aquí estoy. Y no me considero egoísta. Y me duele que pienses que soy así. Sólo queda intentar hacer lo que podamos. Y espero que otros hagan lo mismo.

No estar a la altura de las expectativas de los demás y estar decepcionado contigo mismo es desagradable, a veces incluso doloroso. Las ilusiones rotas dañan la autoestima. Los cimientos sacudidos nos obligan a reconsiderar nuestra visión de nosotros mismos, nuestro intelecto, la adecuación de nuestra percepción del mundo. ¿Qué elegiremos: culparemos a los demás o dudaremos de nuestra propia idoneidad? El dolor pone en la balanza las dos cantidades más significativas: nuestra autoestima y la importancia de otra persona.

¿Ego o amor? No hay ganadores en esta lucha. ¿Quién necesita un ego fuerte sin amor, quién necesita amor cuando te consideras un don nadie? La mayoría de la gente cae en esta trampa tarde o temprano. Salimos de ella rayados, abollados, perdidos. Alguien llama a ver esto como una nueva experiencia: ¡ay, qué fácil es juzgar desde fuera!

Pero un día la sabiduría nos alcanza, y con ella la aceptación. Ardor disminuido y la capacidad de no esperar milagros de otro. Amar al niño en él que una vez fue. Ver en él profundidad y sabiduría, y no el comportamiento reactivo de una criatura que ha caído en una trampa.

Sabemos que nuestro ser querido es más grande y mejor que esta situación particular que alguna vez nos decepcionó tanto. Y finalmente, entendemos que nuestras posibilidades de control no son ilimitadas. Dejamos que las cosas nos sucedan a nosotros.

Y ahí es cuando comienzan los verdaderos milagros.

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